El sonido que piensa
Por Juan Pablo Mounier

Hay una música que no busca la melodía, ni la armonía tradicional, ni siquiera el ritmo como lo conocemos. Es una música que no imita el canto de los pájaros ni la voz humana. Una música que no proviene de la tierra, sino de otra forma de orden: matemática, física, abstracta y a la vez profundamente sensorial. No es que ignore las emociones, pero las convoca desde lugares imprevistos. Como si al escucharla, no sintiéramos una historia, sino una fuerza. Una arquitectura invisible que se despliega en el aire. Como si en vez de un relato, nos ofreciera un pensamiento. Una forma sonora del pensamiento mismo.
Stockhausen y el nacimiento del espacio sonoro
Karlheinz Stockhausen fue uno de los primeros en escuchar así. En los años cincuenta, encerrado en los laboratorios de la radio alemana, comenzó a componer piezas donde la voz humana se fundía con sonidos puramente electrónicos, generados por osciladores, cintas cortadas a mano y efectos que hasta entonces eran territorio exclusivo de los ingenieros de sonido.
En Gesang der Jünglinge (1955–56), una de sus obras más célebres, la voz de un niño recitando fragmentos bíblicos se fragmenta, se repite, se distorsiona y se disuelve en el espectro sonoro. Es imposible saber en qué momento dejamos de escuchar una voz y empezamos a oír una frecuencia, una onda, una partícula sonora. Es como si el lenguaje humano se transformara en energía pura.
La música, para Stockhausen, no era solo una expresión del alma, sino una forma de organizar el tiempo y el espacio. Quería componer el universo, crear constelaciones de sonidos que pudieran desplazarse en tres dimensiones, como si orbitasen dentro de una cúpula invisible. En Kontakte (1958–60), va aún más lejos, integrando sonidos electrónicos y percusivos en una estructura que anticipa lo que hoy llamaríamos música tridimensional.
Stockhausen no componía notas, sino eventos sonoros, cada uno con su propio carácter físico y emocional. Su obra no se limitaba al oído; intentaba intervenir la percepción entera. La música como experiencia total, más cerca del ritual que del entretenimiento.
Xenakis: el arquitecto de lo inaudito
Si Stockhausen quería ordenar el cosmos, Iannis Xenakis quería construirlo. Nacido en Rumania y formado como ingeniero en Grecia y Francia, Xenakis diseñaba edificios con Le Corbusier durante el día y componía durante la noche. Pero en realidad, hacía lo mismo en ambos casos: pensaba en estructuras.
Su primera gran obra, Metastaseis (1953–54), fue compuesta como un plano. Literalmente: dibujó líneas curvas y rectas que representaban glissandi en una orquesta de cuerdas. Esas líneas, que recordaban las tensiones de una estructura de concreto, se convirtieron en música. El resultado fue un sonido completamente nuevo: áspero, impredecible, como el movimiento de una nube cargada de electricidad.
Xenakis desarrolló lo que llamó música estocástica: composiciones donde los eventos se organizan según leyes probabilísticas. No se trataba de improvisación, sino de controlar el caos. Usaba fórmulas tomadas de la estadística, la teoría de juegos, la física cuántica. Para él, una pieza musical podía emular la distribución de partículas en un gas o el comportamiento colectivo de una multitud.
Su relación con la ciencia era visceral. No la usaba como metáfora, sino como herramienta. Y sin embargo, su música no es fría ni mecánica. Al contrario: en su brutalidad, en su complejidad, hay una belleza feroz. Como si nos dejara asomarnos por un instante al corazón mismo del movimiento.
La programación como composición
Décadas más tarde, cuando la computadora personal empezó a formar parte del estudio doméstico, la idea de componer con sistemas complejos encontró un nuevo territorio. Ya no era necesario un laboratorio con cintas ni un conservatorio. Bastaba con una pantalla, un poco de paciencia y algo de intuición algorítmica.
Así nació Pure Data, un entorno de programación visual diseñado para crear y manipular sonido en tiempo real. Sus usuarios no escriben partituras, sino patches: redes de módulos conectados entre sí por cables virtuales. Cada módulo puede representar una función matemática, un generador de ruido, un filtro, una condición lógica. El compositor se convierte en diseñador de sistemas dinámicos, una especie de jardinero del caos.
En este paradigma, la música no se interpreta: se ejecuta. Como un programa. Como una idea que se actualiza cada vez que se abre. Es una música que no necesita instrumentos ni intérpretes, sino procesos. Y, sin embargo, cuando suena, puede ser tan conmovedora como una sinfonía o un susurro.
Aphex Twin y Autechre: la emoción del código
Fue en ese cruce entre la programación y la sensibilidad sonora que surgieron artistas como Aphex Twin. Richard D. James, su verdadero nombre, compone desde muy joven en su casa, construyendo sus propios sintetizadores y experimentando con software modular. Sus composiciones no siguen estructuras tradicionales, pero tampoco son caóticas: parecen máquinas emocionales. Sistemas que respiran, que tiemblan, que se deforman como seres vivos.
Un ejemplo asombroso es Bucephalus Bouncing Ball, donde el ritmo parece rebotar como una pelota en una habitación infinita, acelerando y fragmentándose con cada impacto.
Más radical aún es el dúo Autechre, quienes componen casi exclusivamente a través de código generativo. No escriben temas, sino sistemas que generan sonido. Y muchas veces, ni ellos mismos saben con precisión lo que va a sonar. Dejan que la lógica del algoritmo tome decisiones, que el azar controlado proponga texturas inesperadas.
Su obra bladelores, del disco Exai, es un buen ejemplo: una sucesión de capas rítmicas y armónicas que nunca se repite, como una máquina que sueña en su propio idioma.
Lejos de ser ejercicios fríos o puramente mentales, estas composiciones emocionan desde lo desconocido. Tal vez porque nos recuerdan que el pensamiento también puede doler, o acariciar, o estremecer. Que no hay contradicción entre inteligencia y sensibilidad, entre estructura y belleza.
Lo que suena más allá de lo que entendemos
Hay quien dice que la música es el lenguaje de las emociones. Y hay quien afirma que es una rama de las matemáticas. Ambas cosas pueden ser ciertas. Pero también es posible que la música —esa música que piensa, que se deja moldear por algoritmos, fórmulas y errores— sea otra cosa: una forma de sentir lo incomprensible. De habitar lo abstracto. De volver audible lo invisible.
Cuando escuchamos a Stockhausen, a Xenakis, a Aphex Twin o a Autechre, no siempre entendemos. Pero algo se activa. Algo nos llama. Como si estuviéramos presenciando una inteligencia que no necesita explicarse para conmovernos.
Porque hay pensamientos que no se piensan. Se escuchan.